“La empresa extremeña D.C. Gas Extremadura S.A. ha iniciado la distribución de gas natural […], que permitirá a los vecinos contar con una energía más económica, cómoda y respetuosa con el medio ambiente”. La frase, publicada en noviembre del pasado año, está extraída de la web del ayuntamiento de una localidad extremeña, que anunciaba con algarabía la puesta en marcha de la red de distribución del combustible.
El llamado gas natural se ha convertido en un símbolo de progreso en el mundo rural donde, en gran parte, todavía siguen utilizándose bombonas de butano. No extraña, pues, que el alcalde de esta población extremeña llegase a fotografiarse abriendo la válvula que inicia el suministro. Y es que este tipo de combustible es el que más crece en el mundo, vendiéndose como una alternativa más limpia y “natural” a otro tipo de hidrocarburos.
La “amplia aceptación social, política y económica” de la que que goza el gas natural es lo que ha motivado el estudio Por qué lo llaman gas natural cuando quieren decir gas fósil, elaborado por Greenpeace. Desde un principio, en esta radiografía del gas en España, la organización trata de renombrar al combustible: “El mal llamado gas natural es en realidad un combustible fósil compuesto aproximadamente en un 80% de gas metano, un potente generador de cambio climático, por lo que se trata de un gas fósil”.
Dos datos demuestran la importancia que está adquiriendo el gas fósil: en la actualidad es “la segunda fuente de energía fósil que más se consume en el mundo, al igual que en España” y, en la Unión Europea se ha convertido en el segundo mayor emisor tras el cierre de las centrales térmicas del carbón. Todo esto, denuncia Greenpeace, hace que el gas no sea una opción viable para la transición energética ni para la lucha contra el cambio climático: “El escenario de la conservadora Agencia Internacional de la Energía para evitar un calentamiento global de 1,5 ºC incluye una reducción de la demanda mundial de gas fósil en un 55% para 2050”, explican.